por Guillem Martínez
Del tiempo –mucho– en el que practiqué crítica literaria en la prensa generalista, me quedó una sospecha voluminosa. Algo, no alguien, estaba muy presente en la cultura española post-78, y la modulaba. La modulaba en términos llamativos. Es decir, modulaba una novela, pero también sus poéticas y temáticas. El resultado eran novelas muy parecidas y con límites muy parecidos. Pero esto no quedaba aquí. La forma de hablar de los autores, ante el público y ante periodistas, era también similar, un abanico parecido. Sucedía lo mismo cuando hablaban entre ellos mismos. Sucedía algo parecido, también, en la forma y en los temas que acometían cuando escribían en la prensa. Es más, eso que modulaba todo eso –lo fui viendo cuando abandoné la crítica y fui recorriendo diversas secciones de los diarios, hasta llegar a la política–, modulaba también los diarios, la información, sus tonos y, otra vez, sus temas. Pero es que era aún más. Eso, el factor modulante ese, afectaba a la forma de hablar y de concebir el mundo de los periodistas, de los jefes de sección, de los directores. Pero también de los políticos, desde el más bajo nivel de representación al más alto. Era algo invisible, pero que todo el mundo veía o debía ver, pues era común la penalización y desprestigio de lo contrario. Es más, quién no lo veía –en una redacción, en una editorial, en un partido, en una institución– tenía serios problemas de relación. Incluso, laborales. Inicialmente pensé que era una paranoia personal. Pero, como decía Manuel Vázquez Montalbán, lo malo de tener manía persecutoria es cuando te persiguen. Posteriormente llegué a creer que todo esto era una suerte de consecuencia del tapón generacional, consistente en que una generación, que tenía en torno a 30 años en el 78, había copado todos los engranajes de la cultura y de la política españolas, durante décadas. Esa explicación era satisfactoria, pero la realidad la descartaba. En efecto, esa generación y su obra y su espacio y su tiempo, su poder, eran perceptibles. Existía. Pero también su sustitución. Cuando alguien de esa generación desaparecía –en un periódico, en una editorial, en un partido, en una institución– era sustituido por alguien de mi generación, o incluso de una generación posterior a la mía, pero con idéntico resultado: idéntica cosmovisión, idéntico lenguaje, idénticos límites, idéntica penalización de todo lo que no fuera ese todo. Eso hacía intuir que el tapón, siendo real, era inexistente. Lo que es peor: el tapón no taponaba nada, debajo del tapón no había ningún tipo de presión. Sin duda, por tanto, esas dinámicas se debían a algo que no se desarrollaba en la biología, sino en la cultura. Era algo, además, que debía formularlo con cierta urgencia, porque se me iba la vida en ello: empezaba a detectar que mi trabajo periodístico, cada vez más libre y a mi bola, tenía algo que impedía ser interpretado como periodismo por mis compañeros, mis jefes y el público, y que facilitaba que fuera visto con desconfianza, con serias dificultades, incluso, para ubicarlo en su género. Yo mismo, en mi soledad, no sabía ya si mi trabajo consistía en excavar un túnel, o en excavar un pozo. Y no, eso no auguraba nada bueno.
Hice lo que pude al respecto. Poco y sin mucha confianza en sus resultados. Escribir un blog durante un año, y ampliar las lecturas hacia esa dirección. Había pistas en la mismísima cultura democrática. En libros de Vázquez Montalbán, o de Gregorio Morán. Había pistas en fragmentos memorialísticos, en artículos de viejas revistas, en fragmentos de la marginalidad española de los 70, redactados, comúnmente, en los 80. Eran dos tipos de underground: el undeground de toda la vida, pero también el político, personas que hasta los 70 habían participado de una militancia y de una lectura que desapareció, aparentemente sin combate, en los 80 y que, en efecto, habían realizado ese combate, espectacular, desproporcionado, y lo perdieron. Y había pistas en los lectores del blog –no muchos en un inicio–, que compartían el mismo diagnóstico y el mismo estado de estupor y perplejidad que yo, y que me fueron aportando pistas nítidas que desconocía. Lecturas sobre cultura y sobre estudios culturales, lingüística cognitiva USA, libros y autores no leídos, más interrogantes y la certeza de que ninguno de nosotros, como habíamos llegado a temer y a sospechar, estaba solo. La cosa fue adquiriendo sentido y forma de manera colectiva –era imposible otra opción, me temo–. El resultado fue, por tanto, colectivo. Y acabó llamándose CT, o Cultura de la Transición. No era mucho. Pero era una buena descripción, creo. Era una herramienta que permitiría, a quién quisiera desarrollarla, aplicarla o participar de ella, descifrar otra clave de la cultura española democrática, que hacía más sencilla y operativa su descripción cotidiana. Hablar de sus obras, en el sentido más amplio de la palabra. Novelas, prólogos, artículos, pero también discursos, políticas, actitudes, películas, protocolos, series televisivas, informativos, canciones. Era algo que, de alguna manera, unía y limitaba todo ello en un corpus cerrado y autosuficiente. Y, por lo mismo, resistente y violento frente a cualquier matización o crítica. Era algo que unía productos culturales, periodísticos y políticos para un periodo. Era algo que permitía descifrarlos y explicarlos en una dimensión nueva y fundamental.
Ese algo era la cultura nacional española, reformulada en los 70, de manera muy rápida, concluida ya a inicios de los 80. Era, por tanto, un terremoto, una evolución rapidísima y determinante. Sin duda, se trata de la cultura nacional más extraña, robusta, vertical, al servicio del Estado, que configura el Estado culturalmente más poderoso en el contexto Europa. Una cultura muy diferente y con funciones diferentes. Tenía una génesis, en la Transición, consecuencia de la desactivación, por parte de las izquierdas, de la movilización ciudadana y de una cultura beligerante. Con ello se pretendía desactivar riesgos, dar cohesión a la nueva democracia. Lo que conduce a la gran originalidad de la CT: su carácter cohesionador. Sí, todas las culturas nacionales son cohesionadoras. Pero, en democracia, no acostumbran a ser tan extensas e intensas. La primera explicación era que la democracia española no confió la cohesión social a la democracia española. La cohesión social, esa cosa que en democracia consiste en acuerdos legales, económicos, políticos, sociales, en una tensión continuada, en España se había sustituido por una cultura, por el uso sustitutivo de la cultura, en contacto con el Estado y al servicio del Estado. El resultado era una cultura que, en ninguno de sus accesos y series, planteaba problemas, sino que los solucionaba, al eludirlos, al sacar de la circulación cualquier producto que chocaba contra esa idea de cohesión. Los solucionaba acotando los temas, evitando tensión y beligerancia en temas legales, económicos, políticos, sociales. La CT, esa cosa que ocurría en todos los medios, series y accesos, era la sustitución de la posibilidad de una cultura beligerante, libre, abierta, por una cultura excepcional, al servicio del Gobierno, limitada y modulada por el Gobierno, que penalizaba la beligerancia y la expulsaba de la cultura, de manera que cualquier producto o hecho no tabulado no sólo se ubicaba fuera de la cultura, en general, sino fuera de la identidad española y de la identidad democrática. Al cabo, todo ocurre en nuestra cabeza, y la CT velaba para que la beligerancia no ocurriera en ella, sino una idea de cohesión en la política, antes que en la sociedad.
La ocurrencia CT, una vez formulada, no tuvo ninguna oportunidad de ser formulada, salvo para las personas que participaron en esa formulación. Recuerdo la primera vez que hablé de ella en una universidad, en la primera década del siglo XXI. Conforme hablaba, el público –profesores, alumnos, periodistas– iban abandonando la sala, con cierto estupor, indignación y rechazo. Lo oído no era cohesionador. Es decir, hablaba de otra cohesión, por lo que no era reconocible como cultura. Todo cambiaría en breve, con el 15M, una auténtica revolución cultural, un cambio absoluto de paradigma y de recepción cultural. En, tan solo, 15 días y de manera espontánea y con poca o ninguna planificación, como sucede con las revoluciones. Fue entonces cuando un grupo de personas decidimos construir un libro colectivo: CT o Cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española. La idea era que personas de mi generación y de la posterior experimentaran como quisieran con esa herramienta. La idea era hacer algo que nunca hubiera hecho el tapón generacional anterior: trabajar transgeneracionalmente y sin tutela ni límite. Esa es la belleza de ese libro irregular y efectivo. Normalizar otras visiones de la cultura. Liberar la cultura de su función cohesionadora, gregaria y acrítica, de política de Estado. Devolver la beligerancia a la cultura y a la sociedad. Todos los autores –personas que habían colaborado en el concepto CT, o que se habían relacionado con él, o que lo reconocían al verlo– hicieron eso, a su manera y con su propio criterio. Algo inaudito antes de 2011. Lo que me confiere cierto orgullo. Concretamente el mejor y más grande de los orgullos: el colectivo.
Creo que el concepto CT explica una época, se adapta a quién quiera explicarla, facilita comprender una normalidad de décadas y, por tanto, sus originalidades puntuales. Una época que concluye, en cierta manera, con el 15M. Después de él, la cohesión social ya no es cultural. La cohesión ha cambiado. No transcurre por la servidumbre voluntaria a una cultura patológica que no se percibía como patológica, sino que el Estado, desprovisto de un liderazgo cultural, una capacidad vertical de difundir sentidos, parece optar por lo único que ya posee en régimen de monopolio: mecanismos más expeditivos y violentos. El rol de, por ejemplo, las novelas de los 80 y 90, las nuevas novelas de hoy que difunden sentido común, esa ideología, son textos como la Ley Mordaza. Habrá que explicarlos también.