Por Xabier Arrizabalo Montoro
Es un modo de producción caracterizado, además de por su carácter muy avanzado históricamente, por su condición de transitorio. Sucede al capitalismo mediante la expropiación de los grandes medios de producción, constituyendo unas nuevas relaciones de producción que son la base material sobre la que se va conformando una nueva superestructura, concretada en primer lugar en un Estado obrero (u obrero y campesino). Esto es, un Estado de la mayoría, con un contenido democrático radical que se expresa, por vez primera en la historia reciente, en que es la mayoría quien decide. Es por tanto la dictadura no de los propietarios sino de quienes producen, la “dictadura del proletariado” (véase el apartado 2.2, “Revolución y Estado obrero: democracia, dictadura y legitimidad”, del libro de Arrizabalo de 2018, Enseñanzas de la Revolución rusa).
Es un modo de producción transitorio en tanto ya no es capitalista, pero todavía no es comunismo. En una sociedad socialista ya no domina la ley del valor, como en las capitalistas. Pero tampoco se rige plenamente por el principio “de cada cual según su capacidad; a cada cual según su necesidad”, como en la comunista, debido a las limitaciones derivadas de su procedencia directa del capitalismo y coexistencia con él o sus restos. Limitaciones tanto desde el punto de vista de las posibilidades materiales inmediatas, como desde el punto de vista de la mentalidad de la mayoría de la población.
La experiencia soviética da buena idea de las posibilidades del socialismo como modo de producción, pero también de su condición de amenazado. La expropiación del gran capital y el latifundio que da inicio a la transición socialista, con su consiguiente expresión superestructural (en particular un Estado obrero que, entre otras cosas, elimina la injerencia de las iglesias), permite avances sociales inéditos en planos como, por ejemplo, la lucha contra la ignorancia y la lucha por la emancipación de la mujer (véanse los apartados 3.3.1 y 3.3.2, del libro de Arrizabalo de 2018, Enseñanzas de la Revolución rusa). Pero su carácter transitorio implica dos tipos de amenazas: por una parte, la hostilidad por parte de las potencias imperialistas, aún capitalistas, y de los restos de las viejas clases dominantes internas; por otra parte, las derivadas de que no se pueden decretar de forma inmediata todas las mejoras para el conjunto de la población, especialmente si se trata de una sociedad atrasada, como era el caso ruso. Lo que dificulta el apoyo de las masas y aumenta el riesgo de burocratización.
Detrás de todo ello se encuentra el hecho de que el capitalismo constituyó una economía mundial y, por tanto, la transición socialista al comunismo sólo puede completarse a escala mundial. Por eso carece de todo fundamento la fórmula del “socialismo en un solo país” planteada por Bujarin en 1924, que hace suya Stalin en 1925. Es una fórmula totalmente ajena a la tradición marxista y específicamente bolchevique. Esta tradición se encarna en la teoría de la “revolución permanente” que Trotsky planteaba desde 1904 (a la que también se adhiere Lenin en 1905 y que, de hecho, ya había sido sostenida por Marx y Engels desde 1845).
El paso al socialismo se revela hoy como una necesidad, considerando el carácter cada vez más sistemáticamente destructivo del capitalismo, en su estadio imperialista. Pero este paso no está asegurado, aunque hoy ya sea materialmente posible, puesto que los cambios sociales no se dilucidan en el terreno de las “buenas intenciones”, sino en el de los intereses materiales enfrentados que constituyen la base de la lucha de clases.