de Miguel Brieva
La definición de arte suele perderse en intrincadas disgresiones acerca de su desbordante sentido, por lo que se hace necesario tratar de ir a la esencia de tan vasto concepto para sacar algo en claro. Si pudiéramos acordar que el arte no es otra cosa sino el sucesivo descubrimiento de lo posible en la sensibilidad de cada época, llegaríamos a la conclusión de que es nuestra potencia en su máxima expresión, es decir, algo así como el mascarón de proa (esa sugerente figura que adornaba el frente de los barcos en tiempos pretéritos) de cada momento cultural. El arte posee la virtud de abrir camino, de alterar el relato que rige cada época e incluso de modificarlo por completo. Mediante el uso de la imaginación, nuestra herramienta más poderosa, la sensibilidad colectiva es capaz de concebir nuevas variantes, de desbrozar los prejuicios y ensanchar los límites de lo posible.
En un momento histórico tan singular y urgente como el actual, se hace imprescindible que la creatividad asuma plenamente toda su fuerza sugestiva y vectora para poder hacer creíble y deseable la transformación a gran escala que las circunstancias están ya imponiendo. Únicamente mediante la configuración orgánica y múltiple de un nuevo relato colectivo podremos hacer frente al gran mito hegemónico actual que, tomando por vez primera la fría forma y sustancia de una ecuación matemática, amenaza con reducir al mundo y a la humanidad misma que lo alumbró a la extinción más inexplicable. Llegados a este punto, la delectación estética y ensimismada que ha ido apropiándose del sentido actual del arte ya no responde en modo alguno a la urgencia e inmediatez del momento. Una vez vislumbrado el abismo ante nuestros pies, ya no parece aportar gran cosa el deleitarse en su contemplación, sino que ha llegado el instante de imaginar intensamente esos frágiles y oscilantes puentes que nos han de guiar por encima de él, hasta un destino incierto que, sin embargo, bien pudiera ser el que tanto tiempo a tientas hemos buscado.