Por Megan Saltzman
El espacio público se suele definir como un espacio común, abierto, gratuito y accesible a todos los seres humanos. Estos espacios suelen estar al aire libre en plazas, aceras, calles y parques teniendo el potencial de crear un tejido social cohesionado (Gehl).
Esta definición del espacio público, que acoge la heterogeneidad social, es en muchos casos más una imagen ideal que una realidad. Para el urbanista Henri Lefebvre, en su libro La producción del espacio (1974), el espacio público (y todo espacio) es socialmente producido por una red dinámica, siempre cambiante, de poderes desiguales y controles contenciosos. Es decir, los espacios públicos no son meramente lugares físicos y neutrales como pueden aparentar, sino una batalla entre la inclusión y la exclusión de ciertos sujetos, actividades, economías e historias, afectando a la visibilidad de éstas (por ejemplo, los activistas que usan una plaza para una protesta o el dueño de un restaurante usando el mismo espacio para colocar mesas y sillas como terraza para su negocio) (Rancière, Mitchell). Esta inclusión/exclusión puede ser burocrática (normas, ordenanzas municipales), física (verjas, policías, cámaras de vídeo, alféizares con espinas), simbólica (imaginarios, sentimientos, miradas, recuerdos), y siempre determinada por las identidades sociales (etnia, género, edad, religión, orientación sexual, ideología política, etc.) y, con cada vez más fuerza, el valor rentable del espacio local, del sujeto y de su actividad pública.
Aparte, el espacio público es un lugar autodidáctico de aprendizaje colectivo y personal donde podemos aprender tanto de la diferencia, el pasado, la ciudadanía, la ética, como la identidad—quiénes éramos, somos, debemos ser y podríamos ser.
Con la implantación del neoliberalismo como modelo económico y urbanístico dominante en los años 80, ciudades en todo el mundo empezaron a experimentar un aumento progresivo de la privatización y la vigilancia del espacio público, sobre todo en aquellos barrios de mayor rentabilidad económica, como pueden ser los barrios financieros, turísticos y/o de clase alta (Balibrea, Harvey).
Mientras el espacio público es regulado legalmente por la administración local, el municipio, existen un sinfín de otros espacios públicos informales, no-oficiales o no-institucionales y menos reconocidos como espacios públicos, como pueden ser los descampados, las naves abandonadas, los huertos urbanos, los espacios autogestionados y los centros sociales, frecuentes en las ciudades de Europa del Oeste y en Latinoamérica. En estos últimos casos, el espacio público puede ser conocido y producido como un “procomún.” Es decir, es gestionado por un grupo de personas de forma voluntaria, democrática, horizontal y sin ánimo de lucro para mantenerlo abierto a todos. Este tipo de espacio autogestionado suele estar en una situación vulnerable ya que no suele ser legal y, con frecuencia, se encuentra en un proceso de negociación con el ayuntamiento local con el fin conseguir protección legal.
Finalmente, un fenómeno actual y cada vez más frecuente, es que el concepto de “espacio público” está trascendiendo lo material y lo físico como podemos ver con los procomunes en internet como los foros digitales, algunas redes sociales, Wikipedia y P2P.
Bibliografía Balibrea, Mari Paz. The Global Cultural Capital: Address the Citizen and Producing the City in Barcelona. Palgrave Macmillan, 2017. Gehl, Jan. Cities for People. Island Press, 2010. Harvey, David. Rebel Cities: From the Right to the City to the Urban Revolution. Verso, 2012. Lefebvre, Henri. The Production of Space. Blackwell, 1991. Mitchell, Don. “Metaphors to Live By: Landscapes as Systems of Social Reproduction.” Cultural Studies: An Anthology. Eds. Michael Ryan and Hanna Musiol. Blackwell Publishers, 2008. 101-123. Rancière, Jacques. Disagreement: Politics and Philosophy. University of Minnesota Press, 1999.