Be Germán Labrador Méndez
La transición representa el periodo de transformaciones más denso en la historia española de la segunda mitad del siglo XX. El término generalmente se refiere a la metamorfosis de las estructuras de gobierno franquistas en los años setenta en favor del actual sistema parlamentario. Sin embargo, la noción guarda también un significado más extenso pues, en la misma década, importantes sectores de la sociedad se redefinieron, politizándose, con consecuencias profundas. De la transición emana la legitimidad de las instituciones hoy vigentes en el Reino de España pero también de la transición proceden las críticas a esas mismas instituciones, las utopías de su mejoramiento y los sueños de otras democracias posibles. Y, al mismo tiempo que se establecían los consensos económicos, políticos y culturales fundamentales del actual sistema político, el llamado «régimen de 1978», también entonces se denunciaron sus límites, sus borrados, sus fallas. Por todo ello, el conocimiento, interpretación y crítica de aquel periodo resultan cruciales. La transición es así la clave de bóveda de las narraciones colectivas en la España actual, más aún que la propia Guerra Civil, que sobre ella se refleja. Y aunque ahora como entonces proliferasen los relatos sobre el periodo, las interpretaciones difieren mucho en cuanto a su alcance y sentido. A modo de anécdota, una primera diferencia se establece entre quienes escriben Transición con mayúscula o minúscula, la que va de defender el carácter modélico, unívoco y solemne del proceso a subrayar su naturaleza múltiple, contradictoria y disputada. Esa distancia tiene que ver precisamente con las formas de imaginar la democracia, tanto entonces como ahora.
Por su propia naturaleza multidimensional, la transición es un periodo de límites difusos, cuyo sentido y lógica se define precisamente a partir del nombramiento de tales límites. En su sentido más estricto, se inicia con la muerte del dictador Francisco Franco en 1975 y termina con la promulgación de la Constitución en 1978. Este núcleo histórico puede extenderse hasta el golpe de estado del 23-F de 1981, que constituye un jarro de agua fría para las reclamaciones sociales y laborales de una ciudadanía intensamente movilizada. A partir de este evento, las voluntades democráticas se aglutinarán alrededor de la propuesta electoral del PSOE de Felipe González, cuya contundente victoria en 1982 representa el comienzo de otra época marcada por su agenda modernizadora. Algunos investigadores alargan el final de la transición hasta 1986, con la derrota ciudadana en el referéndum para la entrada del país en la OTAN, por considerar que allí se jugó y perdió la última gran batalla de la ciudadanía antifranquista ante la traición de una socialdemocracia que había ganado las elecciones con un programa soberano y pacifista. Otros investigadores apuntan el final de la transición en 1991, con la aprobación del tratado de Maastricht y la incorporación española al nuevo marco geopolítico y económico europeo.
También los inicios del periodo son objeto de discusión crítica y, así, en ocasiones se considera el atentado a Carrero Blanco en 1973 como el comienzo del proceso, en la medida en que acabó con el entonces presidente del Gobierno y posible sucesor de Franco. Otras perspectivas plantean que las protestas estudiantiles de 1968, el llamado mayo español, fueron un desencadenante de la crisis del régimen. También se incluyen con frecuencia entre las causas lejanas de la transición el desarrollismo, es decir, las transformaciones económicas y culturales propias de los años sesenta y, entre ellas, la emergencia de las clases medias, el turismo y el consumo.
Por su carácter fundacional, la transición constituye un espacio de la memoria colectiva en permanente disputa, cuya conformación depende más de los intereses del presente histórico que de los documentos y relatos de archivo, los testimonios o las experiencias sociales. En gran medida, muchas veces se elevan a la categoría de historia nacional las restringidas vivencias de las élites políticas y mediáticas y sus valores patriarcales se naturalizan como la común experiencia ciudadana. Ejemplo de ello lo encontramos en el ensalzamiento de la Constitución de 1978 como cristalización natural de una voluntad democrática colectiva, hito que, sin embargo, no se vio acompañado de muestra alguna de entusiasmo popular. No consta la existencia de manifestaciones en favor de la Constitución en el periodo de su aprobación: sí en favor de otras posibles constituciones más participativas. El secretismo, verticalidad y elitismo que rodeó la promulgación de la Carta Magna, por más que fuese capaz de conciliar distintas posiciones (post)franquistas y antifranquistas, nos habla de una comprensión autoritaria de la práctica democrática, que reserva a la sociedad el papel de espectador y al ciudadano el de mero validador de una propuesta previamente concertada. La supuesta «minoría de edad» civil de la población española justificó numerosas decisiones autoritarias, como la inexistencia de un referéndum sobre la forma de gobierno –monarquía o república– o la directa incorporación al nuevo marco normativo de instituciones y lógicas emanadas directamente de la legalidad franquista, desde la figura del Jefe del Estado al Tribunal de Orden Público (actual Audiencia Nacional). Como denuncia Bartolomé Clavero, la transición fue continuista con la legalidad franquista y rupturista en todo lo que se refiere a los derechos humanos, al asumir la discontinuidad normativa en las responsabilidades derivadas del ejercicio del poder durante el franquismo. Esta lógica, afirma Clavero, representaría lo contrario de lo esperable a propósito de una constitución democrática: discontinuidad frente a los principios dictatoriales y continuidad prescriptiva en relación con los derechos fundamentales.
De un lado, la continuidad institucional, por medio de la cual el nuevo estado hereda la estructura del franquismo (y a todos sus funcionarios, de policías a jueces) y, de otro, la discontinuidad imaginaria, el corte radical con la dictadura que las instituciones democráticas necesitan para poder legitimarse. Este dilema organiza las narrativas del periodo, pues en la transición las cosas son y dejan de ser al mismo tiempo. Sin embargo, frente a la percepción contemporánea de que, en el ámbito institucional, las nuevas realidades seguían siendo muy parecidas a las anteriores –los mismos policías, las mismas monedas de peseta con la cara de Franco– contrasta con los relatos de publicistas e historiadores, que insisten en el carácter transformador del proceso. Y quizá el proceso fue rupturista, pero sólo cuando cambiamos el foco de la escena. Así, frente al decorado institucional que suelen reflejar las visiones oficiales, que sitúan el centro de atención en el parlamento, el Palacio Real, las sedes de los partidos políticos, la calle se convirtió en el gran teatro de la ruptura. En el espacio público, una ciudadanía en construcción emerge de forma múltiple, imprevista y autónoma. Así, el carácter tecnocrático de la transición institucional se enfrenta a la emergencia ciudadana, haciendo que parlamento y calle, clase política y ciudadanía, sean los dos escenarios disociados en los que se expresa la tensión entre continuidad y cambio. Si los relatos oficiales del periodo garantizan la continuidad institucional defendiendo la existencia de una quiebra tras la muerte del dictador, los relatos críticos garantizan –frente a la continuidad del poder– la discontinuidad ciudadana, defendiendo las experiencias populares como palancas de cambio. Historia nacional frente a memoria civil: esta es otra de las oposiciones claves para descifrar las narraciones del periodo.
Podemos catalogar en cinco grandes relatos las formas de interpretar la transición. El primero, y más conocido de los mismos, es el llamado «Mito de la Transición», que afirma la bondad del proceso y su carácter modélico, en el que concurriría la buena voluntad de los líderes políticos, la supuesta generosidad del Monarca, y el compromiso de las élites españolas con un proceso de «reconciliación nacional» que sellase las heridas abiertas en la Guerra Civil por medio de una Constitución de compromiso entre izquierdas y las derechas. Este pacto patriótico habría sido secundado supuestamente por la población con alegría en un ambiente general de fiesta y compromiso, a pesar de los intentos de boicot por parte de algunos radicales y de las propuestas maximalistas de nostálgicos y utópicos. La penetración del «mito de la transición» ha sido muy grande en las pasadas décadas, apoyada en la musculatura propagandística del estado y de numerosos grupos mediáticos pero, desde principios de siglo, el aluvión de sus críticos lo ha hecho entrar en crisis. Frente a este discurso, otros autores argumentan sobre la existencia de un supuesto «Pacto de Olvido», que permite comprender la transición como un oscuro acuerdo entre élites. Estas habrían acordado el mantenimiento de los consensos y privilegios del franquismo en un marco democrático, con la aquiescencia de una población entregada al disfrute del consumo y la resistencia de unos pocos incorruptibles.
Desde 2000 con el comienzo de las exhumaciones de las fosas comunes del Franquismo, los discursos de «recuperación de la memoria histórica» abrieron un nuevo modo de comprender la transición, enfatizando las dinámicas de olvido del pasado de la dictadura y des sus crímenes que las leyes de punto final pusieron en marcha. Una cierta «amnesia constituyente» –necesaria o impuesta– habría impedido que la democracia española obtuviese su necesaria madurez, para lo cual resultaba imprescindible la revisión crítica del pasado de la dictadura y el reconocimiento de las violaciones de derechos humanos, así como la promoción de una cultura de memoria, que, por otro lado, habría empezado a tejerse ya en los años setenta, con las primeras exhumaciones y la revisión pública de los pasados reprimidos.
Por otra parte, alrededor de la transición proliferan también visiones críticas que insisten en la importancia de atender a las dimensiones globales del proceso, en especial a los factores geopolíticos en el contexto de la Guerra Fría, como argumenta Joan Garcés. En este sentido, los intereses norteamericanos y alemanes habrían sido determinantes para forzar la reconversión de la dictadura de Franco en una democracia liberal integrada en el espacio económico europeo y en las estructuras militares de la OTAN. Estos mismos intereses extranjeros habrían llevado a tutelar de manera directa e indirecta el proceso, por medio de subvenciones electorales, cooptación de líderes (Felipe González) o intervenciones de falsa bandera (red Gladio).
Por más que prestan atención a aspectos muchas veces desatendidos de la transición, tales visiones críticas no suelen subrayar el papel que la ciudadanía tuvo entonces, desdibujando la importancia de la sociedad civil y de la esfera pública en las reclamaciones de libertades y derechos más allá de las hojas de ruta institucionales. Desde la literatura, el cine, el documental, el arte o la historia, en los últimos años proliferaron formas de entender el periodo desde abajo a partir de las movilizaciones civiles. Los años setenta ofrecen un rico mosaico de actores populares, organizaciones de base, ciudadanos anónimos y prácticas asamblearias. Asociaciones de vecinos, comisiones obreras, plataformas ecologistas, agrupaciones juveniles, grupos autónomos, iniciativas editoriales, movimientos feministas y lgtbi, colectivos de presos y de psiquiatrizados, quinquis y parados son parte de un vibrante tejido que alguien denominó entonces «la hidra democrática». La cultura antifranquista, el underground, la nueva música, la prensa libre, los fanzines, el teatro independiente o la psicodelia son algunas de sus muchas expresiones, que construyeron una esfera alternativa en la que toman cuerpo, palabra e imagen las demandas democráticas. Esta cultura libre, en la que se encarnan las aspiraciones de ruptura del momento, insiste en imaginar la emancipación en el cruce entre lo individual y lo colectivo, entre el goce y la política, al tiempo que apunta a la vida cotidiana como principal laboratorio democrático.
Desde la perspectiva de las experiencias ciudadanas, la transición arroja un saldo de transformaciones profundas, en las mentalidades y las formas de vida. De un lado, las asociadas con el género, la moral y la sexualidad, pues las estructuras represivas del nacional–catolicismo entrarán en crisis a lo largo de la década por las prácticas transgresoras de la juventud transicional, al tiempo que grupos de mujeres obtendrán importantes conquistas y cuestionarán frontalmente la organización patriarcal de la sociedad española. De otro, la religión católica como principal regulador de la vida social y de la experiencia subjetiva se verá desplazada ante la emergencia de otras cosmovisiones y así, entre las ruinas de la teocracia franquista, habrá de nacer una de las sociedades más ateas de la Unión Europea. Otro ámbito de importantes metamorfosis lo constituye el imaginario de la nación española, monopolio del régimen en su concepción centralista, monolingüe y unitaria. La imagen de la España franquista se desbordará gracias al auge de los movimientos nacionalistas, independentistas y federalistas por toda la geografía ibérica, pero con especial incidencia en Galicia, Euskadi y Catalunya, cuyo comportamiento electoral amenaza por momentos la consolidación de los marcos legales transicionales o los estatutos de autonomía pensados para extenderlos. La coincidencia simultánea de las reclamaciones soberanistas con programas de izquierda se convierte en una amenaza de primer orden de Euskal Herria a Canarias, exista o no el fantasma de la lucha armada. Por último, el autoritarismo y la militarización propias de la dictadura se verán cuestionados en todos los ámbitos sociales, desde la crisis de autoridad paternal o el conflicto generacional al movimiento de objeción e insumisión, sentando las bases de una conciencia colectiva pacifista.
El carácter parcial o reversible de muchas de estas rupturas no debe despistarnos a propósito de su relevancia, por más que a partir de 1982 la energía desbordante de la sociedad transicional se canalice y disuelva. Ello tendrá lugar, en primer lugar, por la consolidación de un nuevo marco de gobierno, derivado del traumático golpe militar de 1981. Y, en segundo término, a partir de la implementación de soluciones reformistas institucionales más o menos exitosas. Finalmente, la espectacularización de prácticas supuestamente trasgresoras, pero desvinculadas de un contexto político de luchas, permite el reingreso de las culturas juveniles en la nueva atmósfera democrática, y, así, el tránsito de la cultura underground a aquella de La Movida puede ser un buen indicador de un cambio de época.
Un medidor más relevante lo encontramos, no obstante, en la desaparición prematura de una parte relevante de las generaciones más jóvenes, por efecto del sida, la heroína, los suicidios y una política carcelaria de nuevo cuño. La gestión policial de una juventud obrera, precarizada, sin espacio ni reconocimiento, víctima de la reconversión industrial, de la crisis de 1979, de los pactos de la Moncloa, el aumento del paro y los prejuicios del franquismo sociológico representa el fenómeno social más importante –y más olvidado– del cierre del proceso transicional, que nos recuerda la existencia de un sujeto colectivo con otros modos de pensar las relaciones entre cultura y política, y una forma de entender la democracia que no consistía solamente en producir, consumir y votar cada cuatro años.
La desaparición de las culturas críticas y su cooptación institucional permitirá la creación de un nuevo consenso a comienzos de los años ochenta, vía Ministerios de Cultura y redacciones de periódicos, la llamada CT (o Cultura de Transición), en la noción acuñada por Guillem Martínez. Se trataría de un sentido común creado alrededor de los acuerdos triunfantes en 1982: unidad territorial, monarquía, Constitución de 1978, amnistía e impunidad, renuncia a la transformación revolucionaria de la sociedad, asunción de la economía de mercado y del marco geopolítico y militar atlántico, de la democracia representativa como único sistema político deseable y de los partidos políticos como sus únicos intérpretes relevantes. Esta cosmovisión descansaba, por otro lado, en una suerte de contrato social, basado en la garantía de la existencia de un estado del bienestar con niveles altos de calidad de vida para las clases medias. Este pacto, y la cultura que lo sostenía, entraron en crisis a partir de la crisis de 2008, las tomas de plazas de mayo de 2011 y la emergencia del 15-M. Esta fue una cultura política que actualizaba, por su mera existencia, muchas de las sensibilidades, formas de lucha y comprensiones culturales propias de las culturas transicionales alternativas. Los nuevos movimientos surgidos en la última década representan una posible reconexión cultural con los imaginarios críticos de los años setenta, tengan o no conciencia de ello.
Referencias Labrador Méndez, Germán. “La cultura en transición y la Cultura de la Transición (CT).” La Circular, 31 julio, 2015, https://www.lacircular.info/index.html%3Fp=553.html. Labrador Méndez, Germán. “¿Lo llamaban democracia? La crítica estética de la política en la transición española y el imaginario de la historia en el 15-M.” Kamchatka, núm. 4, dic. 2014, https://ojs.uv.es/index.php/kamchatka/article/view/4296/4066. Labrador Méndez,Germán. “Los jóvenes de la transición no son la emanación de ningún poder: son un poder que emana.” Entrevista por Redacción. Juego de Manos, http://juegodemanosmag.com/german-labrador-mendez-los-jovenes-de-la-transicion-no-son-la-emanacion-de-ningun-poder-son-un-poder-que-emana/. Poéticas de la Democracia: Imágenes y Contra–Imágenes de la Transición. 5 dic., 2018 - 25 nov., 2019, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid. https://www.museoreinasofia.es/exposiciones/poeticas-democracia.