
Éramos mujeres que veníamos de movimientos sociales y para nosotras lo social, lo político y el compromiso era lo normal. Era lo que veníamos haciendo, desde que éramos niñas lo hacíamos. Algunas estábamos en la Jov, Brigadas de paz, Interpueblos, Comités de solidaridad pero éramos amigas y nos juntábamos todas las semanas a cenar cada vez en una casa, y dábamos respuesta a lo que nosotras vivíamos en ese momento: la necesidad, o no, de tener hijos, el tema de la sexualidad; cosas que nos preocupan a nosotras y dábamos respuestas. Nos satisfacía pero sentíamos también la necesidad y el deseo de que eso no fuera sólo nuestro, sino que queríamos compartirlo con la sociedad. Era algo que lo sentíamos y queríamos que no fuera desde un compromiso ideológico-político sólo, sino de dar respuesta a nuestro deseo del otro, de encontrarnos con otras. (…) Conocíamos gente que en Castro hacía algo de cocinar para luego vender, y entonces nosotras dijimos “por qué no hacemos algo así en Santander si a nosotras nos gusta cocinar y nos gusta tomar vinos.” (…) Éramos siete y abrimos aquel domingo con la comida que cocinamos, la vendimos y así empezó. Eso fueron los inicios y poco a poco empezamos, el primer año éramos siete y abríamos todos los domingos y empezamos a necesitar más manos. (…) Las Gildas ha contribuido a movilizar los recursos que han permitido desarrollar proyectos en comunidades de Chiapas, Argentina, Cuba, Bolivia, Perú, Guatemala, Colombia, India, Palestina, Sahara o Haití, decidieron preparar pinchos y raciones que acompañaron el vermú o el vino blanco de los domingos y destinar lo recaudado a proyectos de cambio social en sus entornos que por sus dimensiones quedaban excluidos de otras formas de ayuda. Ese apoyo a realidades internacionales ha ido acompañado del tejido de una red local para buscar alternativas a problemáticas sociales y vecinales.